A veces, que no siempre ni mucho menos, una imagen vale más que mil palabras:
La hija de Volodimir Romanchuk, militar de 31 años, se abraza a un peluche y mira el féretro con los restos mortales de su padre, en el cementerio de Lychakiv, en la ciudad ucraniana de Lviv el 16 de Marzo de 2.022.
Una niña de entre 8-10 años, pecosa, de rasgos típicamente eslavos y mirada inteligente observa el féretro en el que reposan los restos destrozados de su padre, Volodimir Romanchuk, en el cementerio de Lychakiv, en la ciudad ucraniana de Lviv el 16 de marzo de 2.022. Volodimir, de 31 años, era uno de los 35 militares muertos en el ataque ruso con misiles a la base ucraniana de Yavoriv realizado pocos días antes.
Una niña que ya no podrá jugar y reír con su padre, un padre que hoy 1 de abril habría cumplido 33 años y que ya no podrá verla crecer, un futuro tan duro como incierto, una herida en el espíritu que probablemente no termine de cicatrizar nunca... ¿y todo por qué y para qué? Una pregunta que parece leerse en la mirada de la niña, que de un día para otro transitó de la inocencia infantil al mundo cruel de los adultos.