La absurda carretera desciende, displicente, bordeando el agreste acantilado, hasta la diminuta cala. Se desliza orlada por ligeras matas discontinuas de retama dorada por el sol abrumador, y decadentes arbustos plateados como aceituneros altivos, recordando, a vista de pájaro, la retorcida piel mudada por una serpiente.
A medida que se acerca a la solitaria playa, hasta por fin, desvanecerse entre la fina arena, va dejando atrás un pequeño bosque de cipreses piramidales, pinos ovalados y alcornoques viejos y escasos. Las últimas curvas, que moderan su inclinación hasta hacerse suaves y elegantes, resbalan prudentemente entre las rocas donde reposan decenas de gaviotas húmedas, relumbrantes y estridentes.
El profundo olor a mar se expande por toda la caleta, las espumosas olas, poco combativas, llegan con premeditada calma a besar la orilla, dejando arbitrariamente pequeños restos de algas ocres y esmeraldas, que parecen cobrar vida empujadas por la sosegada resaca.
El frío es penetrante, el sol brilla con intensidad pero sin trascendencia, solo algún penacho de algodón, olvidado por antiguas nubes, estropea con elegancia el rimbombante cielo, y el viento aparece y desaparece como jugando con las gaviotas, que se acunan entre sus brazos hasta zambullirse en el agua en deliciosas figuras casi imposibles.
La mar, casi inmóvil, sestea al compás del tiempo, que ahora parece haberse detenido, solo una ligera marea armónica y sigilosa, permite al sol dibujar, con sus rayos, formas resplandecientes que juegan eternas sobre el delicado tapiz azul.
Por momentos, la fina arena de la minúscula ensenada parece sonreír con sus labios brillantes llenos de nostalgia, y en ese instante, desde la distancia y tal vez llevado por una exagerada melancolía, me siento contento, incluso trascendental.