La noche cerrada, espesa y húmeda se cierne sobre Barcelona, las nubes vestidas para la ocasión de negro furioso se estremecen temblorosas en las alturas, empujadas por un agresivo y siempre mal considerado viento del norte, que en este instante ciertamente parece amenazador. Las refulgentes estrellas han tomado la decisión de apagarse, saben que en breve y por unos momentos el manto de elegante oscuridad del cielo no les va a pertenecer, y amablemente, con su delicadeza habitual, han ido retirándose, una a una, hasta el hermoso cajón que la naturaleza dispone para estos casos. Es un cajón mágico tallado por miles de ángeles como tú, Beatriz, con la madera de los árboles más profundos del mundo, esos árboles que casi hablan con Dios, es un cajón tan antiguo como las mismas estrellas, tan grande que solo cabe en nuestra imaginación y con un interior tan hermoso, brillante y secreto que nadie ha conseguido recordar.
Pero el cielo de esta noche acicalado con mimo por reminiscencias africanas, después de permitir con el guiño de la luna nueva, que la luz desaparezca por completo, pide silencio a todos los habitantes de la cúpula, que nos envuelve con su cálida atmósfera. Otra ceremonia va a comenzar, Beatriz, y no será la ceremonia de la confusión, de la pérdida y del dolor insoportable, será más íntima, profunda, sentida y espectacular.
Con Barcelona de fondo, en el escenario preparado para la ocasión, comienzan a colocarse los músicos, silentes, prodigiosos y litúrgicos, los instrumentos les esperan con ficticia mansedumbre, primero ocupan sus puestos los percusionistas, cuatro timbales enormes les observan con aparente desidia, un poco más tarde los instrumentistas de viento preparan sus trompas, trompetas, flautas, clarinetes, oboes y algún fagot, por fin la cuerda ocupa posiciones delanteras, y los violines, violas, chelos, contrabajos e incluso el arpa aparentemente olvidada en el rincón de Bécquer esperan su turno.
Un ligero murmullo de esperanza empieza a inundar la platea, en los palcos, siempre arbitrarios, maleducados y bulliciosos, por una vez entienden la necesidad de ser los primeros en demostrar respeto por lo que va a suceder, apagan las luces, se sienta sin aspavientos y guardan silencio. Nada perturba ya el instante, cada uno en su sitio espera con ansiedad contenida la llegada de la batuta capaz de dirigir con precisa armonía los portentosos movimientos de la sinfonía Beatriz, una obra aún innata. En ese momento el director hace su aparición, elegante, seguro y definitivo, todo va a comenzar…
El telón horizontal colgado sobre las cabezas de los absortos espectadores, se va abriendo con parsimonia, unas diminutas, inmaculadas y casi olorosas gotas de finísima lluvia descienden adornándose con tanta suavidad que nunca acaban de llegar a su destino, es una lluvia efímera, reparadora y tan ligera como la nota de un solo violín. Esas primeras gotas cayendo con perpetua elegancia sobres las aún verdes hojas de los cercanos árboles que enmarcan el lugar hacen emerger de la nada, una dúctil melodía conducida por la maestra batuta del director e interpretada con sumisión por toda la cuerda de la orquesta. El ambiente lleno de perfecta nostalgia va tomando color va creciendo como la música, la gente nota en sus cuerpos el suave tacto de la melodía proveniente de la naturaleza. Beatriz, la sinfonía esencial ha comenzado. La lluvia no cala solo repara, no molesta solo alimenta, y nos acerca, entre bellas notas, tu recuerdo eterno.
De pronto, desde el infinito cercano, una potente luz eléctrica y metálica, recorta, una y otra vez la silueta conocida de Barcelona, son fogonazos de irradiación explosiva, instantánea y estremecedora, la gente los recibe con silenciosa admiración, murmullos ahogados y aplausos detenidos en el tiempo. Los fuegos artificiales de la naturaleza han comenzado, acto seguido decenas de relámpagos inflaman con intermitencia el escenario y rayos cargados de ozono dibujan formas imposibles en el antaño cielo color antracita, que ahora se ha trasformado en un bello, inmenso y profético cuadro de Johan Christian Clausen Dahl.
Mientras los timbales despiertan de su mal disimulado sopor, las baquetas de cerezo, impulsadas por los brazos poderosos de los músicos, golpean con precisión sobre el parche de piel, al mismo tiempo que los instrumentos de viento lanzan sus límpidas notas al aire, y ese mismo viento acerca desde el espacio cercano, unos segundos más tarde, el estruendo irrepetible de los truenos producto de los anteriores relámpagos, la sinfonía está en su punto álgido, los privilegiados espectadores, inmóviles, felices y trascendentes asisten con la mística reservada a los grandes momentos a la manifestación poderosa de la madre naturaleza, la lluvia cae ahora majestuosa sobre los cercanos tejados dejando el pacífico, diferente y querido repiqueteo de sus gotas, en forma de bellas notas, salidas del corazón de violines, violas y chelos.
Más arriba, cerca de la bovedilla de los árboles el anhelado viento silba con energía y elegancia agradables armonías trasformadas en pura nostalgia por clarinetes, trompetas y flautas. Los fuegos artificiales, fatuos, presumidos e incluso innecesarios, se mezclan con la tormenta brillante, necesaria y algo presuntuosa, dando al conjunto un aire de serena festividad solo comparable con el melancólico amor y la perpetua amistad hacia nuestros seres queridos, que se han perdido en el cielo antes de tiempo.
Cuando la orquesta enfila la última hoja de su magnífica partitura, el cielo despide con sus postreras lágrimas a las nubes de algodón azabache, y una mano divina, la misma que ha dirigido todo el espectáculo con esplendida concordia abre el cajón mágico donde guarda los sentimientos de todos los asistentes a este milagro natural, lírico y básico, y comienza a colocar con absoluta destreza cada estrella en su sitio, devolviendo al cielo su más preciada pertenencia, y haciéndonos ver la inmensa maravilla de un solo instante de la vida. Ahora, Beatriz, una vez colocada tu inolvidable estrella en nuestro perpetuo cielo, la sinfonía ha terminado, todo ha vuelto a ocupar su sitio en la naturaleza, y, como cada día, mi corazón ha tenido un momento para acercarse al tuyo, y decirte que sigues a mi lado tan presente como siempre.