Ella camina sin ninguna prisa, deteniéndose a menudo para curiosear en algún escaparate, tan solo con la intención de dejar pasar, de la mejor manera posible, un tiempo de espera que se le hace tormentoso. Pasea dando irregulares círculos casi concéntricos, cerrando cada vez más el cerco sobre su destino, tiene hora en el médico y espera noticias. Nadie le acompaña porque nadie conoce la verdad. Ha preferido mantener el secreto, a pesar de que siente remordimientos por ello. Tiene miedo.
Han sido unas inacabables semanas problemáticas, llenas de una incertidumbre, que dentro de muy poco tiempo tendrá respuesta. Laura le ha pedido encarecidamente a un Dios, en el que no cree, que intervenga con sutileza, tan solo para determinar que los resultados de sus pruebas le liberen no solo de la terrible posibilidad de sufrir una enfermedad grave, sino también de tener que compartirlo con las personas que ama y de algún modo ha traicionado. Está asustada.
Ahora, andando con apatía por las calles cercanas al consultorio del médico, con el alma en un puño y delicadas lágrimas aflorando repentinamente de sus ojos, rememora pequeños detalles de ternura exagerada. La sonrisa habitual en los rostros de sus dos hijos, Pablo y Luis, la paciencia de su marido ante sus constantes cambios de humor en estos días de angustia y eterna duda, y el intentar dilucidar si ha obrado con criterio al ocultar a todos la verdad, una verdad aún relativa, pero al fin y al cabo una realidad como mínimo preocupante. Se siente culpable.
Conoce que de haber sido más sincera, al menos con su marido, este habría podido apaciguar sus miedos y compartir el tiempo de espera rodeándola de ese halo de aparente tranquilidad que él tan bien sabía crear. Pero tomó una decisión, tal vez equivocada, que ahora ya no tenía vuelta atrás, de hecho estaba a las puertas de conocer el fin de ese viaje, en el fondo, un tanto egoísta. Aunque, en su favor, ella misma creía que nunca había actuado de esa forma llevada por personalismo alguno, todo lo contrario, tan solo lo hizo para proteger a los suyos de un dolor que a lo mejor resultaba no ser necesario. Está sola.
En la sala de espera Laura rezaba pretéritas oraciones, aprendidas y olvidadas en su infancia, con una intensidad y una fe inauditas. Las reiteradas palabras nacían en su mente de manera refleja, llegando tan solo a sus labios con la energía necesaria para ser musitas en silencio. Por fin la atenta llamada de la enfermera le hace volver a la realidad, una realidad, que en un sentido u otro, está a punto de adquirir un giro trascendental. Desesperanza.
De nuevo paseando por la calle, con el corazón aún galopando en su pecho, las manos crispadas sujetando casi con fiereza los resultados y una vaga sensación de hechos consumados que le inquieta en la mente. Incredulidad y obligación de contar.
Abre la puerta de su casa y de inmediato reconoce la sonrisa de su marido y las voces un tanto excitadas de sus hijos. Ella se ve en el compromiso de contar la verdad. La mentira aunque puede que haya sido un recurso provisional nunca ha sido una solución. Llama a su marido, le pide que se acerque un momento y suspira. Le va a contar que le mintió y eso será complicado pues no suelen mentirse…
Mientras espera la llegada de su esposo se mira en el espejo fatigada aunque con una ligera sonrisa iluminándole el rostro. Feliz.