En el círculo polar ártico del conocimiento, en el último estadio identificable con lo razonable, allí donde solo se habita circunstancialmente por obligación, allí donde solo se llega por perentoria necesidad. Allí…
Me han contado que allí, en ese oscuro, tenebroso e inhóspito paraje, todo, en contra de lo previsible, se ve de forma más clara, sencilla y permisible, al ser, de hecho, más oscuro, complejo e inasumible.
La inocua falacia es mentira transparente, la verdad brilla tan exageradamente que parece inmutable, la razón lleva el timón de la imaginación porque solo se permite soñar con cordura razonable, los sentimientos estallan y sucumben súbitamente dentro de un conjunto cerrado de emociones tolerables, el frío es cálido y el calor te deja helado, el sol resplandece opaco entre nubes de plomo y la eterna lluvia no es ninguna maravilla por su condición de inmortal.
La bóveda celestial protege, supuestamente, la existencia humana con imperceptibles capas de tedio, sin fisuras, sin grandes aspavientos, tan solo con lánguido oficio, y sin aparente obligación, aunque, eso sí, con mano de hierro, y todo ello movido con estipulada predeterminación por fatales hilos insoslayables.
El viento sopla constante en intensidad y cambiante en cuanto el origen, pero no deja, ni por un instante, que la calma pueda posarse sobre la atmósfera ártica, los escasos árboles de hielo, adornados con delicadas ramas de agua, se comban, sin criterio alguno, ante la fuerza del aire y dejan caer sus heladas hojas en forma de lágrimas que se desvanecen incluso antes de tocar el suelo, dejando tras de sí un llanto silente, efímero e irreparable.
En el horizonte se entrecruzan, sin miramientos, el gris deshonesto de la superficie con el gris férreo del cielo, formando una ligera línea, apenas perceptible, que determina, sin otra finalidad, el ocaso, la postrimería, el crepúsculo concluyente.
Sobre ese lúgubre paisaje transitan decenas de perdidas almas en pena, ajenas a su destino, que aún creen elegible, y desde un punto colgado en el infinito más remoto, entes de catadura moral controvertible, manejan con desganada maestría, con destreza humillante y con pericia funcionarial, las pusilánimes existencias de los que hasta allí llegan, huyendo de una vida en apariencia rica, plena y digna, donde todo parece permisible, posible e incluso, a veces, agradable.
Una vida llena de “maravillosas pequeñas cosas” que parecen hacer soportable aquellas otras atroces, de más calado y enjundia, que van incidiendo lentamente, pero de forma inquebrantable, en nuestras almas, hasta descompensar de tal forma la balanza, que por lo general, somos incapaces de aceptarlo y sucumbimos, por absoluta necesidad, ante la negación de la evidencia, hasta tal punto que abdicamos de enfrentarnos a nuestras desventuras en favor de una forma vida, en ocasiones, invivible, tan solo por el hecho de no poder afrontar la realidad gris oscura tirando a negra.
Me han contado que las almas que llegan al círculo polar ártico, huyendo de una vida emocionalmente estabilizada por necesidad, conocen la realidad de tal forma que llegan a aceptarla y por fin, hartas de equilibrios emotivos, sucumben agradecidas, a la agónica melodía del viento continuo, hasta perderse entre las sombras de los helados árboles llenos de lágrimas, sin más ocupación que convertirse en parte del paisaje. Y en ese trayecto, a veces eterno, conocen por primera vez la verdad y ese conocimiento liberador les hace felices.