En el complejo, y solo a veces hermoso, equilibrio de lo establecido como natural entre los seres humanos, me parece singular y conmovedora la indudable atracción de las almas dañadas como la mía.
En el proceloso universo de las relaciones entre personas, donde la razón disputa a los sentimientos la capacidad de evaluar a nuestros semejantes, para acabar imponiéndose en la mayoría de los casos, ya que suele utilizar parámetros establecidos socialmente como correctos, me resulta muy agradable ver como seres emotivamente delicados se acercan a otros similares buscando una afinidad basada tan solo en los sentimientos.
Y conocedores del poco arraigo social que les contempla, tienden puentes de unión, puentes de reconocimiento mutuo, para de ese modo, y tal vez, a través de experiencias análogas poder acercarse a uno mismo, con el fin último de comprenderse, tolerarse y en algunos casos recomponerse.
Esa voluntad, habitualmente efímera, de ver reflejado el afligido fondo de nuestras almas en los apesadumbrados ojos de los que nos son comunes, y mediante este conocimiento intentar, a golpe de solidaridad, salir adelante, me parece un recurso anímico brillante, puro y por otra parte totalmente necesario.
Y creo que esa estrategia es lúcida precisamente por ser ineludible pero refleja, y opino que es pura porque es ingenua, fuera de cualquier recurso basado en el razonamiento analítico y, por encima de todo conozco con seguridad que esa atracción tan solo está al alcance de las almas dañadas.
Ese deseo irracional de acercarse a seres humanos perjudicados emocionalmente solo está en poder de otros espíritus menoscabados, y lejos del conocimiento de los demás seres, dotados en principio de instrumentos emocionales mejor cimentados y más eficientes, aunque a mi modo de ver algo menos vitales.