La enfermera.
Oscurecido por el dolor, ajeno a lo circundante y lleno de perpetua desesperación, un hombre yace, en plena madrugada, en una humilde cama de hospital. El final de su existencia pende de un ligero hilo de impotencia. Los fármacos han perdido la guerra de la vida, los médicos se han rendido ante el avance desbocado de la dolencia y las solícitas enfermeras le alimentan de dulces palabras y hermosos gestos de humanidad, aunque es un sustento tan solo espiritual que él agradece en el fondo de su alma.
El padecimiento se infiltra entre las entrañas de su debilitado cuerpo, nada parece paliar su íntima desazón, las infinitas horas de prolongada angustia parecen detenerse en el tiempo hasta tomar forma de eternidad. Ha dejado de lamentarse, es demasiado doloroso, tan solo reza, en silencio, a un Dios desconocido, le suplica que le lleve a su improbable lado o al menos que le libere de tan pesada carga, Sus oraciones son esporádicas, tan solo las comparte, con su dolor, cuando la mano fría de la morfina no le lleva a un profundo estado de inconsciencia.
Por fin la ansiada muerte acude inhóspita a su encuentro, un liviano aire frío invade la estancia, mientras la higiénica luz parece perder, por un instante, su uniformidad, decayendo de forma temporal. Luego, todo vuelve a su cauce, sí es que algo se había alterado, los veintiún gramos de su alma se llevan, para siempre, decenas de toneladas de dolor de su cuerpo.
A pesar de no tener familia no ha muerto solo, una asombrosa enfermera ha estado a su lado en tan terrible momento, ha cogido su mano entre las suyas y ha esperado hasta que el consumido hombre ha dejado de respirar. Con los dedos le ha rozado levemente la mejilla, como despidiéndose, y ligeras lágrimas han anidado por un momento en sus ojos. La ausencia de dolor, de su paciente, le ha relajado por un momento, aunque en seguida, la realidad de un lejano timbre le ha hecho tomar consciencia de su difícil, humana y admirable tarea.
Radiografía de una pesadilla.
Esta espesa mañana he acudido al centro de salud, que inopinadamente está lleno de enfermos, a que me hicieran unas radiografías de mi espalda. Resulta inquietante verte envuelto en aquella bata de material y forma anticonstitucionales, a merced de una enfermera un tanto afuncionariada.
De entrada tu cuerpo, bajo sospecha, se debe acoplar, de manera obligatoria, a una máquina de apariencia incierta y la mayoría de las veces, anclada en el tiempo, y mantener, por definición, alguna antinatural posición por unos sospechosos minutos, donde tú no eres nadie, y el poder absoluto, de toda tu futura existencia, sí sobrevives, está en manos de una persona ajena a ti, y en una gran mayoría de veces ajena a sí misma, enzarzada en eternos diálogos tangenciales con sus compañeros de tortura.
Y, con la aterradora posibilidad de que, caso de habérsete ocurrido respirar durante parte de los cinco minutos largos en que pretenden que te conviertas en estatua de sal, puedan pedirte revivir, paso a paso, una de las peores experiencias de lo que va de año o a veces, lustro.
Mientras toman, a voleo, la determinante decisión, debes esperar en cubículo de lamentable estética y tamaño japonés, eso sí dotado de un hermoso espejo de cuerpo entero, donde poder observar detenidamente el aspecto de tu degradada anatomía y las probables consecuencias que se deriven de esa lamentable imagen, mientras intentas permanecer sentado de forma casual, tratando, sin lograrlo, de hacer caso omiso a la inusitada, arbitraria y ecológica vestimenta fúnebre.
Superado, con más vergüenza que decoro, ese inacabable lapso de tiempo, entra de forma insospechada y con cierta aureola de autoritarismo, la mentada sanitaria, que sin molestarse, lo más mínimo, en respetar los restos de tu perdida dignidad te exhorta a vestirte en un periquete, en beneficio del siguiente damnificado.
Te vistes, con rapidez, pretendiendo borrar de tu mente las últimas escenas del ignominioso momento, y al salir intentas cruzar una mirada de comprensión y solidaridad con el próximo afectado, aunque probablemente esa persona, sabiendo lo que le espera, ya no conserve ni la capacidad ni, mucho menos, el deseo de verte.