Una lámpara que se descuelga descorazonada desde el intangible techo, derrama de forma desigual su haz de luz sobre la gran mesa cubierta por un mugriento fieltro verde.
La superficie iluminada está trufada, en su circunferencia, por pequeñas historias particulares que confluyen en una sola en el centro de la mesa. Cada circunstancia pertenece a uno de los personajes que sentados a su alrededor buscan, a través del juego, evadirse momentáneamente de sus frustraciones, y de esa manera poder imaginar un escenario mejor aunque solo sea por una noche.
Podría ser meramente una ingenua noche de distracción, perpetuada a lo largo de los años por un grupo de amigos, pero las excepcionales dificultades, que de forma inopinada, se ciernen sobre alguno de ellos, convierte cada partida, cada noche de jueves, en algo más, en algo tan prohibitivo como necesario, en un recurso desesperado que tiene muchas posibilidades de conducir a una frustración aún mayor.
En cada oasis individual se repite la misma instantánea: un sucio vaso en forma de tubo medio lleno de alguna bebida alcohólica de dudosa calidad, un cenicero hediondo, gris y caliente, un montón de fichas de distintos colores y una firme convicción de victoria que poco a poco, en la mayoría de las diminutas islas circundantes, se va desvaneciendo al mismo tiempo que el policromo peculio figurativo.
Todo envuelto en una espesa capa de niebla formada por el azulado humo de los cigarrillos, el desagradable olor a humanidad y la lamentable sensación de desesperanza.
Los marchitados naipes, que forman parte de una ancestral baraja, circulan de mano en mano con tanta precisión como rutina, el silencio es su único discurso y solo algún gesto rudimentario da cierta calidez al momento.
En las manos temblorosas de uno de los jugadores unas exiguas dobles parejas se enfrentan de manera irreversible, a un inopinado trío de nueves, y como consecuencia de su excesiva audacia también, a su previsible destino. Es su última apuesta, es un todo o nada determinante, y de nuevo el destino le muestra su cara más grosera. La partida ha terminado y él se enfrenta ahora a una deuda inasumible y probablemente a un castigo ejemplar.
Camina por la incoherente noche estrellada, sin rumbo, solitario y amargado. De pronto las potentes luces de un automóvil inundan sus ausentes ojos, todo sucede con rapidez, pero con cierto sentido, un segundo antes del impacto reconoce el coche y a su conductor, sabe que está a punto de saldar una deuda, sabe que el precio será definitivo y tampoco le importa demasiado. Nada deja atrás, ya solo espera que todo acabe bien, y por sobre todo rápido.