por Leary » 22 Sep 2015, 19:53
No sé cuantas veces cayeron las hojas del cerezo, quizás no muchas pero a mí se me hicieron eternas.
Cada vez me resultaba más difícil recibir compañía masculina, estaba más inmersa en mis propias elucubraciones que en las de las personas que me visitaban, sin nunca fui una buena geisha, pasé a ser una geisha pésima.
Nadie me reclamó nada, nadie me echó nada en cara y nadie se quejó, puede que vieran en mí a la de siempre, pero yo ya no me sentía así. Y cada vez estaba más incómoda.
Fue un día de repente, habrían pasado dos años desde que Kenshi se había marchado. Llegaba de dar un paseo, y cuando iba a dejar mi kasa en su lugar, reparé en que el mango era de bambú y que la hermosa tela de seda era de un suave tono azul pastel. Muy pálido. Las geishas cuando son maikos, aprendices, los pueden llevar de colores vivos, pero cuando te conviertes en geisha tiene que ser de colores pastel.
De repente sentí unas ganas tremendas de tener un kasa color melocotón maduro.
Un color fuerte, vivo, vibrante. Pasearme entre los cerezos con él, no medir mis pasos, que no fueran cortos y rápidos, no, dar zancadas enormes, tirar mis zoris al aire y salir corriendo, reírme, sentirme viva.
Así que lo decidí, me retiraría de la vida pública, tendría mi última ceremonia como geisha, el Hiki-iwai.
No tengo por qué esperar a casarme o a querer abrir yo un okiya de geishas, sencillamente con lo que he ahorrado hasta ahora y los regalos que me han hecho puedo llevar una vida de austeridad retirada.
Sé que muchas de las que tomaron esta decisión murieron tristes, pobres y abandonadas. Pero yo no quiero seguir así, ya no tengo ganas de seguir así.
La campaña se alargó más de lo razonable, si es que la razón tiene lugar y cabida en estos asuntos. Pero al final acabó. Quizás demasiado tarde. No, sin quizás, estas cosas siempre son demasiado tarde.
Pero yo no podía sacarme de la cabeza a Naoko. En los descansos entre batallas cada vez que agradecía al cielo que me hubiera librado de morir ensartado en la katana de uno de mis enemigos o aplastado en los cascos de un caballo, no hacía nada más que pensar en que debería haber hablado con Naoko en otros términos, pedirle que me esperara, casarme con ella, ofrecerle ser mi concubina, lo que ella quisiera.
No dejaba de dar vueltas al tema y pensar en cómo solucionarlo, sabía que escribir a mi casa y pedir a mis parientes que se acercasen a la okiya de geishas en la que Naoko vivía sólo serviría para que me tachasen de loco, para que pensasen que la batalla me había desquiciado. Nadie lo vería razonable y yo no era capaz de pedírselo a nadie.
Aunque sabía que sería lo más razonable que podría hacer.
Cuando volví a Tokyo fui a buscarla. No estaba y nadie me supo o quiso dar razón de ella.
Yo, un brillante general, con un gran futuro, sin tener que entrar en batalla más, con el agradecimiento del emperador y una prometida imperial a la que desposar, con todos los parabienes de la sociedad, con todo a mi favor.
Lo único que no tenía era lo que me importaba.
Más pobre, sólo, triste e infeliz no me podría sentir.
A pesar de para el mundo tenerlo todo, yo no tenía nada.
Paso algo de tiempo, ni mucho ni poco. En realidad el paso del tiempo es relativo y en cada ocasión lo apreciamos de diferente modo.
Me retiré a una de mis posesiones lejos de la corte imperial. No acepté el matrimonio que el Emperador me proponía y aunque todo el mundo lo vio raro, no llegó a causarme problemas. Expliqué algo sobre unos votos que había tomado en el pasado, unas promesas que debía de cumplir, un tiempo de recogimiento.
Antes de llegar a esta posesión pasé tiempo en otras, Naoko seguía habitando en mis pensamientos, pero aún así yací con mujeres.
Los hombres tenemos necesidades y yo llevaba ya mucho sin calmarlas.
Después sin tomar mujer ni concubinas recalé en este paraje aislado. Con una pequeña población cercana.
Sin casa de geishas.
Los aldeanos no suelen necesitar geishas. Se arreglan de otros modos.
Así que al principio las visitas me mantuvieron entretenido pero luego, poco a poco el tedio se fue adueñando de mí. Mis criados lo notaron, mi carácter era cada vez más irascible y mi criado de más confianza comenzó a decirme eso de que no es bueno que el hombre esté solo.
Yo no quería compañía femenina pero si hubiera agradecido algo de compañía para hablar, para pensar a dos, para dialogar y discutir sobre temas variados.
Alguien me habló de una sensei que vivía en el pueblo y que enseñaba a leer a niños y niñas. Aunque también solía recitar para las personas interesadas. Siempre desde detrás de una mampara.
También me dijeron que no se prodigaba mucho por el pueblo, pero que recibía a quienes tuvieran problemas y necesitasen consejo.
Los niños la llamaban sensei, y a los demás les había dicho que su nombre era Aiko.
Un estremecimiento me recorrió la espalda.
Koi koi to iedo hotaru ga tonde yuku
«Ven, ven», le dije,
pero la luciérnaga
se fue volando.
Otnisura
Koborete wa kaze hiroi-yuku chidori kana
De la bandada de los chidori,
uno va perdiendo fuerzas
y el viento lo recoge
Chiyo-ni
De estos haikus uno es de un haijin hombre y uno de un haijin mujer. Ambos son monjes budistas.
Los haikus suelen ir acompañados de un haiga, es un dibujo que matiza el contenido. Lo suelen dibujar los mismos haijines pero hoy yo quiero que vosotros penséis en qué os transmite y en lo que dibujaríais con estos haikus.
Los niños me escuchaban atentamente, chicos y chicas.
Algunos habían comenzado a aprender a escribir. Todos me escuchaban atentamente.
Ellos estaban a mi lado de la mampara, pero detrás de la mampara había más gente escuchando la clase.
Gente que venía esporádicamente, aunque no fuera a aprender, sólo a escuchar.
Los niños se fueron. Y todo quedó en silencio.
La gente del otro lado de la mampara también se fue retirando. Si alguien quería algo en especial me lo haría saber. Siempre había alguien que se quedaba a hablar un rato o a consultar algo.
- Aiko...
La voz me retumbó en las entrañas.
- Aiko, ven.
Y fui. A Kenshi no le gustaba esperar.
Fin.