En el metro, sentados uno frente al otro, una mujer y un hombre, vuelven a casa, y aunque se conocen del barrio, nunca han cruzado una sola palabra. Y, con toda seguridad, su relación seguirá siendo nula a pesar de esa habitual coincidencia. Siendo, además, desconocedores de un remoto pasado que podría haberles unido, pues ambos tiene vínculos familiares cercanos, aunque perdidos en el olvido y la distancia.
El se llama Alberto Rius, tiene cerca de 50 años, es administrativo en un pequeño despacho de la calle Aribau, vive solo con el recuerdo de un pasado mejor y la certeza de un futuro incierto. Su trabajo pende de un hilo, su casa de otro y él de los dos. No tiene más familia que una tía anciana, llena de achaques y gatos, que ni le recuerda.
Alberto es alto, enjuto y poco agraciado, camina cojeando imperceptiblemente debido a una lesión de juventud, que se hizo jugando vehementemente al fútbol en un descampado cercano al puente de Marina. Es solidario, altruista y, a pesar de ello, poco comunicativo, su pasión, ahora ya solo su sueño, era viajar, pero nunca salió de España.
Un desdibujado e impreciso bigote, tirando más a sucio que a gris marengo, ensombrece tenuemente su exigua sonrisa, que raras veces, y muy a su pesar, deja ver un par de hileras de dientes incompletos por el paso del tiempo, corroídos por el hambre y el pan duro, y amarilleados por el exceso de tabaco barato, lleno de nicotina y soledad.
Unas cejas, habitadas por la interrogación, enmarcan sus ojos, lastimados por la vida y vencidos por el sueño, que delatan una aflicción casi insufrible. Su disparatado pelo, aún abundante, teñido prematuramente de blanco por el paso del tiempo, porfía en vano por mantener un corte clásico que la falta de pulcritud de su propietario hace imposible.
Sus manos, recién pigmentadas caprichosamente por manchas castañas, que solo los años son capaces de dibujar, se apoyan entrelazas sobre su regazo. Soportan desangeladamente un libro, que intenta leer en el trayecto pero que acaba siendo casi siempre una carga pues el cansancio le nubla la vista y el alma.
Delante de él, pero etérea a sus ojos, la identificable vecina, una mujer determinante, hermosa y activa. Tiene algo más de 40 años, aunque no los aparenta. Se llama Sonia Martínez. Sus padres regentaban, hasta no hace demasiado tiempo, una tienda de ultramarinos en la esquina de la calle Muntaner con San Mario, cerca de la parroquia de la Bonanova, donde ella fue bautizada, recibió la primera comunión y se casó.
Trabaja en una Sociedad de bolsa, cerca de la Diagonal, tiene un cargo de cierta responsabilidad, aunque ajeno al mundo de las finanzas. Por la mañana va a trabajar caminado, pero por la tarde no puede permitirse ese lujo, pues la esperan en casa sus dos hijos, Ana y Berto.
Ahora sentada frente a Alberto, cuya fisonomía le suena vagamente, repasa el correo desde su móvil, mientras trasvasa sus pensamientos del trabajo a casa. Unas pequeñas gafas de pasta rojiza circundan unos ojos azules llenos de vivacidad, las cejas perfectamente trazadas apenas aparecen por encima de la montura. Su pelo castaño, lleno de tonalidades cobrizas, cae generosamente hasta acariciarle suavemente sus hombros. Sus labios se mueven, con delicadeza, parecen rezar, pero solo enfatiza la lectura de un correo que le parece especialmente divertido.
Las manos sostienen el teléfono con sutileza y al mismo tiempo con la energía necesaria para poder contestar los mensajes recibidos, sus largos dedos se mueven con sorprendente velocidad sobre el diminuto teclado y la expresión de su rostro va variando en función de cada palabra, pero mayoritariamente se le ve contenta y relajada.
Por la megafonía se anuncia la próxima parada: Sagrada Família, ambos deben bajar, Sonia guarda el móvil en el bolso de dónde saca un estuche metálico para resguardar las gafas, y vuelve a introducirlo en su bolso, que cierra con parsimonia y seguridad. Se levanta, pide que le dejen pasar y se acerca a la puerta, mientras Alberto sigue sentado, suele levantarse en el último momento pues el vaivén del tren desgasta sus apolilladas rodillas, fruto de sus ímpetus juveniles en el mundo del deporte.
Alberto sale de los últimos y se dirige, sin prisa alguna, hacia las escaleras mecánicas que le conducirán inapelablemente a la soledad de su desatendida casa, mientras Sonia, trasladada por el estridente gentío, se apresta a subir a buen ritmo los cotidianos escalones que le llevarán a la calle, que le llevarán al calor de su hogar, cansada pero contenta.
Es probable que mañana, sobre las siete de la tarde, esta secuencia vuelva a repetirse con los mismos protagonistas y diferentes actores secundarios. Seguramente Sonia, llena de entusiasmo y diligencia, coincida de nuevo con Alberto, vacío de casi todo, y estaría bien que esa energía positiva que desprende ella acariciara levemente el alma de Alberto, y éste, de forma casi milagrosa, pudiera ser capaz de apreciar la belleza de una vida plena, aunque fuera solo por un día.