“Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper». Tradición japonesa.
El sol iluminaba el cielo con brillante expresión, sin matices, el paseo estaba más concurrido de lo habitual, la gente discurría sin aparente prisa, andaban felices y relajados, un discreto aroma a perfume invadía con ternura las anchas aceras, ribeteadas de árboles nacarados en verde y decenas de prolíficas plantas rematadas por agraciadas y balsámicas flores.
La ciudad, de celebración y guirnaldas, festejaba a su santa patrona, banderas rojas, verdes y amarillas se entrelazaban, acunadas por el escaso viento, sobre las cabezas de sus habitantes. Desde la glorieta de la plaza mayor una banda de música agasajaba el día con su vibrante melodía, mientras la gente escuchaba gentilmente, casi en silencio.
Ella caminaba despacio, llenándose de júbilo con los matices de la jornada, recopilando bienestar para futuros días menos plácidos. Una brizna de soledad anidaba en su alma, pero, en general, se sentía radiante y reconfortada. De pronto, sin venir a cuento, un pequeño vahído se apoderó de su cuerpo, fue un instante, y enseguida se recobró, en esos exiguos segundos un joven galante la sujetó firmemente y le sonrió. Nada más. No notó como un pequeño hilo rojo invisible se enlazaba entre sus muñecas y se perdía entre la multitud.
Él andaba con las manos en los bolsillos, dejándose llevar por la música y la gente, caminaba sin rumbo cierto, tan solo siguiendo sus impulsos. Estaba moderadamente contento, y abrigaba el deseo desconcertante de amar. Veía la belleza en cada rincón y sentía una emoción especial, aunque desconocía el motivo. De pronto, sin venir a cuento, una hermosa mujer que caminaba delante de él, tal vez porque él la seguía inconscientemente, se detuvo y estuvo a punto de caer, en un acto reflejo la cogió entre sus brazos y, mientras enrojecía de vergüenza, le pidió disculpas, al mismo tiempo que ella le daba las gracias. No se percató como un hilo rojo invisible se anudaba entre sus brazos y se perdía en la distancia.
Ambos siguieron su camino, aunque de forma inquebrantable sus vidas habían quedado unidas para siempre. Solo el poderoso dueño del hilo rojo invisible, llamado destino, tenía urdido en su mente el plan definitivo para los dos, y parece que en ese designio un mundo de felicidad les esperaba, tan solo deberían volver a unir sus hilos rojos e invisibles.