Su barca, se adormece lánguidamente, sobre las apáticas aguas de la caleta. Solo un ligero movimiento, casi imperceptible, le da cierta esperanza de volver a adentrarse en la mar. Al anochecer, otras barcas cabalgan con docilidad entre las olas en busca de sus sueños, en busca de su libertad, luego, pilotadas con pericia por adustos marineros vuelven, al amanecer, llenas de plateada vida, que aún vibra, entre sus captoras redes, con intensos destellos provocados por los primeros rayos del nuevo día. Parecen estrellas atrapadas en un cielo inverso, frutos de un paraíso salpicado por pequeñas nubes de salobre espuma tan inmaculada como fugaz.
El viejo, sentado sobre una duna de la playa, observa la mañana avanzar, entretanto en su mano se consume indolente una pipa de madera antigua, que muy de vez en cuando, lleva hasta su boca tan solo con la pretensión de reconocer el sabor de lo ancestral, mientras delicadas volutas de humo balsámico, enhebran puntadas imaginarias sobre la suave brisa que desaparecen al instante, llenas de melancolía.
Su mirada profunda y cansada, reflejo de su vida, se pierde entre el juego de azules que se diluyen, en infinitos contrastes, más allá del horizonte. A veces, sus recuerdos llenan súbitamente sus ojos de lágrimas de añoranza, pero el sublime sonido de una ola besando la arena de la orilla, es suficiente para endulzar esas lágrimas de tristeza y antes de resbalar por sus mejillas convertirlas en pura emoción, en felicidad absoluta.
La mar, como ausente, también le contempla, le conoce, sabe de su lucha inmutable entre sus brazos, sabe de sus momentos de ingenua tranquilidad, arrullado por el oleaje, y también de su esfuerzo por obtener de sus entrañas la justa cantidad de vida para permitirle vivir. Recuerda, en silencio, el movimiento de su barca, ahora sosegada junto a la perlada arena tal vez para siempre, y aún conmemora el olor a brea y pintura que en tantas ocasiones ha rozado con sus labios de sal y algas.
Sus pensamientos, el del viejo y la mar, tal vez se entrecrucen, con más frecuencia de lo que ambos puedan llegar a sospechar, el respeto que se profesan, casi admiración, casi amor, les ha unido para siempre. Y cada mañana cuando las estridentes gaviotas anuncian la llegada de las barcas de pesca, el viejo ocupa su mirador de privilegio, envuelto en el aroma de su pipa añeja, y la mar le acerca su amor, en forma de delicadas olas de burbujeante espuma, que le retrotraen con sosiego a su pasado, le ayudan a transitar serenamente por el día, y le dan un maravilloso motivo para despertar mañana.
Mientras el viejo y la mar quieran, la solitaria playa será el idílico lugar donde podrán compartir toda una vida, llena de despreocupación futura, tan solo el placer diario de reencontrarse les será suficiente.
Pero un día cualquiera de finales de invierno de pronto un joven marinero se percata de la ausencia del viejo y cree ver navegando hacia la plateada línea del calmo horizonte su exánime barca con la proa puesta al infinito, tal vez sea un viaje pendiente con la mar, o lo más probable sea una manera de decirle a esa mar que estará para siempre a su lado, porque en tierra no encuentra esa serenidad que su solo visión le proporciona.
Su casa, su barca. Su amor y su vida , la mar y su alma jugando entre ellas, un bonito destino, un hermoso final.