Una serie de acontecimientos probablemente de escasa utilidad, aunque a mi modo de ver insólitos, me hicieron reparar en el cambio de comportamiento de mi vecina, hasta ese momento intachable. Casi cada mañana me encontraba con ella en el rellano de la escalera, solo un convencional saludo se cruzaba entre nosotros. Y eso a mí, y pienso que a ella también, nos era más que suficiente. Luego, ella se perdía escaleras abajo, mientras yo solía esperar unos instantes para no coincidir en el descenso.
Cierto día, me percaté de una ligera modificación en sus costumbres, por otra parte tan soporíferas como las mías. Hasta ese momento, y ya habían transcurrido un considerable número de años desde que se mudo, pasaba completamente desapercibida, el sigilo, la buena educación y la falta de cualquier convencionalismo social hacían de ella la vecina perfecta, ya que yo nunca he tolerado demasiado bien ni la empatía redundante ni el exceso de ruido y parafernalia vecinal.
Llevado por un desmedido interés, del todo reprobable, empecé a percibir una ligera modificación en la expresión de mi vecina, que se llamaba Anna, y esa pequeña alteración se traducía en un angelical sonrisa que comenzó a ocupar su hasta ese momento hierático rostro, lo cual, debo reconocer, me desconcertaba de forma tan ridícula como molesta.
Su sonrisa fue el desencadenante que transformó nuestra inexistente e idílica relación en un tormento diario. Ese mohín de alegría vino acompañado de otras novedades, poco gratificantes para mí, un sinnúmero de llamadas telefónicas a horas un tanto intempestivas dieron paso, en un principio, a esporádicas y tolerables visitas, que poco a poco fueron creciendo en número, tiempo y tumulto.
La singularidad de esa nueva relación, debo admitir que en un principio me causó cierta curiosidad, pero de inmediato pude descubrir que nada bueno podría aportarme. Y así fue.
De pronto, su imprevista pareja, al menos para mí, consideró la casa de mi vecina como suya, y por aproximación también la mía. A partir de ese fatal momento compartíamos, aunque evidentemente sin mi aprobación, series de televisión, largas y vergonzosas conversaciones personales, traquetear de colchones, exageradas, aunque esporádicas, exclamaciones de dudoso placer, centrifugados nocturnos y demás condicionantes que, se ve, forman parte de la reconfortante y necesaria relación de pareja.
Después de más tiempo, del que hubiera sido aceptable, esta primera conclusión me llevó a una sencilla segunda, y es que no estaba dispuesto a aceptar vivir en pareja siendo solo uno. Y la suma de ambas era un número muy negativo, por lo que decidí actuar.
Tras una noche de especial frenesí televisivo decidí aprovechar el tiempo de insomnio y puse fin a todo ello. Yo por entonces ya compartía series de dudoso gusto, lavadoras propias y ajenas orgasmos fingidos y evacuaciones de inodoros intempestivos. Un día, por la mañana temprano, antes de cruzar él, ahora ya, intolerable saludo con mi pareja de vecinos, me fui directo en busca de una solución. Finalmente, tras barajar la posibilidad del asesinato múltiple, sentar bases de común acuerdo en beneficio de los tres, incluido formar un trío (cosa que enseguida refuté, a pesar que la pareja de mi vecina fuera una señora), decidí cambiar de piso, y buscar un lugar lejos de la supuesta perfecta armonía de la vida en sociedad.
Por el momento vivo solo y feliz, rodeado de naturaleza y silencio, aunque hay un par de pájaros que cada mañana me despiertan con sus trinos de innegable belleza a su hora, no a la mía, y que empiezan a tenerme ligeramente harto. Hace un par de días fui, casi sin darme cuenta, a una armería tan solo para curiosear…