Night in that land.
Un sinuoso torrente de ruda tierra y guijarros esporádicos, aparecido enigmáticamente de la nada, se detiene súbitamente absorto para contemplar la magnificencia del cielo convertido en un mar ingobernable. Junto al camino orillado de perseverante tomillo malva, algunas piedras torneadas por la lluvia y el viento descansan apacibles, cautivas de su soledad, mientras esperan ansiosas el paso de algún audaz caminante deseoso de perderse entre los cuarenta verdes de Irlanda para alcanzar la apartada cima y compartirla con las nubes acicaladas de tormenta.
El silencio y la quietud empapan la agreste hierba que matiza con reciedumbre las suaves hondonadas y los ligeros altozanos para acabar trepando, vestida de fina y obstinada lluvia, hasta perderse en las oscuras laderas de la densa montaña que tímidamente oculta su rudeza entre la tupida niebla.
En el océano celestial espesas olas de sucia espuma se transfiguran en temibles nubes que estallan en violentos truenos después de que el relámpago prenda el valle de infinitos e instantáneos colores llenos de pavorosa belleza.
Tal vez, cuando acabe de cerrarse la noche, la tempestad se aleje lo suficiente como para conceder una exigua pausa a la tierra impregnada de agua llegada del cercano atlántico con tanta fuerza que casi huele a sal.
Luego entre florecientes penumbras las postreras nubes azabaches barrerán el horizonte y posiblemente la nueva amanecida traiga en sus frías y brillantes alforjas escasos rayos de sol que por un momento mecerán con su tibio calor todo el valle tan solo para concederle una parca tregua, luego ineludiblemente volverán las habituales oscuridades a dotarle de la fantasmagórica imagen habitual y por otra parte maravillosa.
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