El bullicio habitual campaba atrevidamente, aunque con exagerado estruendo, entre el discurrir perpetuo de personas que con prisa, nervios o simplemente con la tranquilidad de lo habitual se desplazaban por la formidable estación de la capital, hasta donde ella había llegado en un desvencijado autobús rural. Por los incomprensibles altavoces la información no cesaba, una enlatada voz de mujer, amable, meticulosa y eficiente iba dando cuenta de los horarios de entrada y salida de los trenes.
Aunque casi nadie le prestaba demasiada atención, el sonido llegaba lejano y contradictorio, y a pesar de la reiteración el enunciado que surgía por los megáfonos oficiales era casi enigmático y excesivo, en resumen inentendible. Por suerte algunas pantallas situadas estratégicamente ofrecían datos más asumibles para aquellos pasajeros, la mayoría, que no estaban demasiado avezados a viajar.
Sentada en un antiguo banco de madera barnizada, una mujer de exquisita elegancia, cierto aire intelectual y mirada afligida leía con intensidad un hermoso y vetusto libro, a pesar de ello a menudo interrumpía la lectura para utilizar su móvil con determinada frecuencia. A su lado en el mismo banco una maleta de proporciones considerables y una bolsa de mano a juego le acompañaban. Su expresión denotaba cierta preocupación, aunque rodeada de una aureola de nostalgia, parecía más triste que irritada, parecía más afectada por el pasado inmediato que inquieta ante la inminencia de un futuro incierto.
Mientras el inmenso reloj movía el tiempo a su antojo, y los personajes del libro Ana Karenina, que actúan en la estación de San Petersburgo, van mutando, se van transformando hasta convertirse en reales y se van adecuando a su momento actual, ella inmersa en la lectura, ausente del presente, se refugia en la exquisitez narrativa de Tolstoi. Se aísla de las circunstancias que han determinado que necesite emprender este viaje, de alguna forma previsible pero siempre en el preciso momento de producirse, inesperado.
A pesar de la lectura, su mente viaja hacia el recuerdo incesantemente, no puede ni quiere evitarlo, los últimos años pasados en la pequeña ciudad costera le traen recuerdos benéficos, sin entrar a desmenuzar cada una de las relaciones que ha tenido con los habitantes de su entorno, sabe que el resultado es demoledoramente positivo, y eso contradictoriamente le llena de amargura. Su marcha está directamente engendrada por el desentendimiento con una persona en concreto, y aunque su racionalidad le ha hecho tomar la determinación tras mucho tiempo de reflexión, un mar de dudas le continúa asaltando.
Muchas amistades construidas a base de tiempo, tolerancia y entendimiento, pero también a golpe de conflictos, desavenencias y profundas reflexiones, forjadas en la calma y la buena voluntad han quedado si no cercenadas definitivamente si al menos desenlazadas por la distancia y el probable olvido, a pesar de las bienhechoras palabras de despedida. Y aunque la balanza no estaba para nada equilibrada, y esas relaciones, incluso íntimas, con personas a las que profesaba un gran cariño, decantaban los platillos del lado de la sensibilidad, su dignidad, su deseo de alejarse de conflictos y con ello evitar situaciones turbulentas a sus amigos le ha llevado a tomar esa decisión. Cruel, injustificada, dolorosa pero para ella obligatoria.
Por fin sus postreros pensamientos le devuelven a la realidad con el tiempo suficiente para guardar el libro en su bolsa de mano, recoger la maleta y dirigirse al andén donde tomar un tren que no le lleva a ninguna parte apetecible, tan solo le aleja de su casa y de una situación inadmisible, y con ello de unos amigos maravillosos que la echarán de menos.
Todo es muy reciente, a pesar de todos esos vínculos, la escasa insistencia de los habitantes de la villa pesquera, poco dados a implicarse emocionalmente y el último desencuentro con esa persona que no comprende, le hacen abandonar sin dudas un lugar donde ha sido feliz, tal vez el tiempo y la previsible y necesaria insistencia de sus amigos, le hagan valorar la posibilidad de restablecer en esa idílica parte de su mundo el perfecto orden de la cosas. Su presencia es parte fundamental en ese lugar, su ausencia una vergüenza para alguno de sus habitantes y una falta de sensibilidad por parte del resto.
El pueblo siempre ha sido un lugar de calma y bastantes veces el mejor modo de mantener esa tranquilidad es fingir que nada ocurre, debe ser un buen sistema pues parece que funciona, eso sí a veces pagando el tributo de que personas fundamentales para la convivencia deben tomar un tren y perderse en el olvido. Un precio que tal vez convendría revisar. Ya que a este paso la estupenda perla marítima se convertirá en un paradigma innecesario.
El tren ya ha partido, el destino es intrascendente, el viaje será largo y azaroso, la dama con entereza y sobriedad retoma la lectura del libro, Ana Karenina se dirigía a Moscú, ella a algún lugar igual de frío, en su ánimo está el deseo de poder rodearse de buenas personas que sepan darle el calor necesario para volver a sentirse como en casa. Construir un nuevo hogar no será sencillo, pero su entereza y el presumible apoyo, desde la distancia, de sus incondicionales le harán conseguirlo.
En la localidad, el día ha amanecido con la rutina habitual, el cielo medio nublado, y las personas ocupadas en sobrevivir, lo sucedido ayer pasó ayer, y ya ha quedado en el olvido, hoy el día parece un día perdido, eso sí lleno de falsa armonía.
León Tolstói: " La razón no me ha enseñado nada. Todo lo que yo sé me ha sido dado por el corazón"