Debo decir, que fue por iniciativa propia el hecho de acercarme hasta una escuela de yoga. Me atendieron con suma cortesía, que yo por una vez correspondí, cosa de la que casi siempre acabo arrepintiéndome.
Me hablaron de unir mi cuerpo, mi respiración y mi mente, para acercarme a mí mismo y sin buscar resultados inmediatos aprender a concentrarme y escuchar mi cuerpo. Tenía que concentrarme para luego relajarme y poder meditar. Algo ambiguo pensé en ese momento.
Yo, que en un principio ya creía que mi cuerpo, mi respiración y mi mente andaban juntos, y muy cerca de mí mismo, eso sí, sin resultados inminentes, decidí darles un voto de confianza y pensé en que no me vendría mal concentrarme para poder escuchar mi cuerpo, o al menos otras partes de mi cuerpo distintas a las que hasta ahora escuchaba sin darles la transcendencia necesaria. Luego ya llegaría la relajación y quizás más tarde la meditación.
Rellené, con su ayuda, un pequeño formulario de admisión y sin más demora me apresté a recibir mi primera clase de yoga, que también, fue la última.
La sala era amplia, alegre, luminosa y llena de perturbadores espejos que reproducían eternamente las inquietantes figuras de los bienintencionados discípulos yoguísticos. Yo por un instante me cruce con mi propia imagen dibujada en la pared plateada y en ese momento, vi la luz y comprendí que todo había sido un error, aunque seguí en el empeño.
Como digo, un par de decenas de ínclitos y voluntariosos conversos al ensimismamiento, vestidos para la ocasión, con indumentarias un tanto estrafalarias, deambulábamos por la sala haciendo todo tipo de estiramientos circenses que debían conducir a nuestros cuerpos a la perfecta puesta a punto para iniciar la primera clase de yoga.
Finalmente siguiendo las amables instrucciones de nuestra profesora tomamos asiento repartidos anárquicamente por toda la estancia. Imagino que a vista de pájaro, y dados los atavíos de la mayoría de nosotros, parecería como si Dios hubiera dejado caer un puñado de sugus, a medio abrir y de todos los sabores por la sala. Algunos de ellos un poco masticados y otros llenos de babas.
En fin, el espectáculo debía continuar, y después de algunas armónicas respiraciones para recuperar el resuello tras el esfuerzo, todo comenzó describiendo pequeños círculos con los pies y algunos estiramientos de las piernas para alcanzar la posición de loto, posición que como es lógico suponer nunca llegué a alcanzar.
Intenté cruzar mis piernas, posicionando mi pie izquierdo sobre mi muslo derecho, llevando el talón hasta el ombligo y luego el pie derecho sobre mi muslo izquierdo, al mismo tiempo debía mantener la columna erguida como sí una cuerda tirara de ella desde el techo. Demasiadas instrucciones al mismo tiempo.
En un momento determinado, mientras un sudor frío recorría mi espalda de arriba abajo, un dolor profundo, lacerante e infinito subía desde mis lumbares para encontrarse con ese sudor frío y ambos unidos gritar de dolor y pánico por lo que debía venir a continuación.
Mientras, la amalgama de músculos rígidos, huesos fisurados y tendones a punto del esguince, que, aún, formaban, mi tren inferior, se debatían inútilmente para dar forma a la relajante posición de loto. Para completar la figura mis manos debían descansar sobre mis rodillas, y a partir de ahí, esperar que la energía positiva fluyera por mi espalda, y comenzar a meditar.
La energía no fluyó, al menos de forma positiva, pero sí suficiente para que en un último esfuerzo mi mente dictara las correspondientes órdenes a mi cuerpo, y este abandonara el desesperado intento de convertirme, quizás para siempre, en loto.
Después de recuperarme mínimamente del suceso, reconstruir de forma provisional mi esqueleto y presentar mis escusas a la profesora, que me estuvo observando durante todo el incidente con una ligera mirada de irritación, que fue progresivamente en aumento, pasé por recepción para darme de baja muy a mi pesar y el suyo, supongo.
Y ellos con amabilidad oriental me dijeron si quería recibir algún masaje para contrarrestar el mal rato pasado, a lo que, como es obvio rehusé con gentileza, y con una sonrisa tan amplia como me fue posible, teniendo en cuenta el pinzamiento del nervio ciático que me impedía casi respirar.