Entre una mezcolanza inabordable de grises, la belleza de un mar amenazante estalla poderosa contra un necesario faro que protege la vida de mucho hombres y mujeres que se esfuerzan en un oficio duro, vibrante y a veces inhumano. Arramblar, arrebatar vida al océano muchas veces es solo a cambio de estar dispuesto a dejar la suya en una lucha desigual, pero la rudeza insoportable del trabajo vuelve dignos, humanos e incluso heroicos a quienes son capaces de faenar, en mares ingobernables, por una soldada insuficiente que solo se acepta por necesidad, por amor a la familia y algunas veces como un desafío entre uno mismo y la naturaleza a la que por otra parte tanto deben. Es el salario del miedo, es la compensación que Neptuno pide por dejarse desposeer de alguno de sus hijos. Aunque también es el placer de la justa dignidad.
Pero el cielo que interpreta ahora la misma cruel sinfonía que ese mar desatado y vengativo, conoce que esa luz que ilumina el camino de regreso de los marineros seguirá en su sitio, inextinguible, y al final la fuerza desarbolada de las aguas cesará en su resentido intento, infantil y discordante, por cercenar esos destellos de vida que llegan desde la costa. Comprende que al final las aguas volverán a su cauce, la indispensable mansedumbre extenderá su manto policromado en verdes dorados por la luz del sol y azules plateados por la luna, y el camino de regreso al hogar donde habitan sus ilusiones será digno, reconfortante y justo.
Mientras, desde la cercana distancia un marinero, lleno de cicatrices repartidas entre su alma y su cuerpo, observa a ese mar que casi a diario le proporciona el sustento, y siente en su corazón un intenso amor hacia él. Entiende la brutal belleza del momento, conoce de los peligros que alberga, incluso cree escuchar la voz del mar entre el estruendo de las olas que le advierte del necesario equilibrio, aunque él ya conoce los límites y nunca las ha superado.
Su barco, viejo como su vida, sus amigos y compañeros de alegrías y pesadumbres, jamás han traspasado el umbral de lo justificable, nunca han expoliado el mar solo para enriquecerse, tan solo como medio de vida, son hombres adustos, tal vez ásperos, pero en sus corazones existe el sentido del equilibrio y con lo suficiente tienen bastante, reconocen que su esfuerzo, a veces titánico, solo tiene sentido desde la mesura. Y esa sensatez les hace amarrar sus barcas en algún pequeño puerto del Cantábrico cuando a lomos de alguna galerna excesiva venga la muerte envuelta en olas imposibles a llevarse codicias inmoderadas.
El mar es belleza en estado puro, pero para disfrutar de él, hay que tratarlo con consideración, hay que amarlo, dejemos que su contemplación nos llene de paz, que el olor a sal y brea nos haga entender que el respeto debe ser el camino para vivir de forma cordial.
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