Ellas están enamoradas del amor y de las relaciones de pareja, pero no saben enamorarse de una persona en concreto ni de aquello que la hace especial y única en el mundo. Se enamoran fácilmente del dinero, del prestigio, del físico y de las personas que las hacen reír y disfrutar; pero no del pensamiento profundo, de los sentimientos sinceros ni de las particularidades irrepetibles de un carácter. Se dejan fácilmente persuadir por la charlatanería vacía, pero desprecian a los hombres que, como dijo Spinoza, sienten la vida sub specie aeternitatis.
No comprenden que el quid pro quo no es una medida válida de los sentimientos de las personas. Y que no siempre tienes que esperar recibir antes de ponerte a dar. Que los verdaderos sentimientos se bastan a sí mismos y no necesitan de dinero ni de prestigio ni de vanas risas ni de apariencias, porque se elevan por encima de todo eso. Buscan para sí aquello que hace a la otra persona única en el mundo: su forma de ser.
Hay algo en ellas que a mí me deja desconcertado: son capaces de abrazarte llorando desesperadamente mientras musitan a tu oído lo mucho que te quieren, que te aman y que te necesitan; cuando, realmente, dentro de sí poseen la absoluta certeza de que ni te quieren ni nunca te querrán. Son tan insinceras, es tan imposible saber sus sentimientos, que toda relación sentimental con ellas me parece un engaño, un teatro. Y qué decir de lo fácilmente que olvidan, de lo corto que es el olvido para ellas, de la facilidad con la que reemplazan a una pareja por otra, como si fueran objetos, como si el pasado no existiera. Y lo peor de todo, pueden estar con alguien sin quererlo, sólo porque se sienten a gusto viviendo en un entorno familiar, mientras reducen a ese alguien a un mero mal necesario.
Yo nunca me fiaré de los sentimientos de una mujer, por eso prefiero vivir solo.