Hay un tipo de ánimo fuerte capaz de arrostrar con entereza las fatalidades de la vida. No es que sea más insensible que los demás, sino que en su interior tiene la certeza de que no hay nada dispuesto por la naturaleza que no sea como ha de ser. Acepta su sino como algo necesario y soporta sus golpes convencido de que una verdad oculta y velada se esconde en ellos: el dolor es el maestro de la vida.
Nada me parece más apropiado que un sufrimiento padecido en silencio y sin mostrar el más mínimo síntoma de dolor. Uno debe llorar para sí, no para los demás (¡Oh, mujeres, qué fácilmente lloráis cuando alguien os observa!). No hay sufrimiento que justifique una reacción histérica frente al mismo. Ni siquiera cuando el funesto hado se cierne sobre aquello que más amamos: nuestros hijos.
¡Cuánto admiro a aquellas personas que son como rocas indestructibles frente a los embates provenientes de las olas de la vida! Y cuánta confusión me provocan aquellas que se dejan vencer por el sufrimiento y reaccionan frente a él llorando y lamentándose.