Este domingo pasado fallecía una gran amiga, de mi vida real, después de 7 largos años de lucha contra una terrible enfermedad. Hace tan sólo 3 meses nada hacía presagiar el terrible desenlace porque estaba en constante vigilancia médica y la enfermedad, dentro de la gravedad que siempre conlleva (y cuyo nombre nos hace temblar a todos), estaba bastante controlada y localizada en una sola zona.
Superado el duro impacto de saber, hace justo una semana, que ya no había esperanza y sólo quedaban los cuidados paliativos y la sedación hasta que llegase el final, he sido testigo de todo lo que iba ocurriendo en su entorno familiar porque el grado de amistad, a lo largo de los años, también me había acercado a sus hermanos, hija, nietos, y su pareja.
Sabía que había algunas relaciones tensas entre algunos de ellos, pero no me esperaba que, en un momento tan duro como ha sido su agonía y su fallecimiento, iban a saltar por los aires todas las relaciones entre ellos (entre los que existían diferencias). Al menos, y desde mi punto de vista, esos ajustes de cuentas se dejan para momentos posteriores respetando en todo momento el dolor que cada uno de los miembros de la familia puede sentir (en función del vínculo familiar de cada uno), y, sobre todo, el respeto por la persona que está en sus últimos días, o recién fallecida.
No ha sido así.
A y J, mantenían una relación de pareja desde hace unos 8 años, la iniciaron justo un año antes de que la enfermedad le fuera diagnosticada y J siempre ha estado a su lado en todo momento en los muchos momentos difíciles que A pasó a lo largo de ellos.
Ambos, dos personas adultas y maduras, provenían de relaciones anteriores (2 ella, una él), tenían hijos ya adultos y con vidas propias, e incluso nietos, y llevaban su relación con esa visión y experiencia que te dan los años y en las que lo importante ya no es formar una nueva familia y un nuevo hogar, sino tenerse el uno al otro sin más compromiso que un te quiero cada nuevo día. Nada formalizado legalmente.
J y la hija de A nunca congeniaron bien. Sólo conozco la versión de los hechos de J (y los hechos podrían tener distintos puntos de vista si conociese la versión de la hija de A), pero si de algo he sido testigo es de lo mucho que este hombre la ha querido y de cómo la ha cuidado en cada uno de los malos, malísimos, momentos que la enfermedad la trajo sin dejar tan dura tarea a la familia legal de A (su hija y sus hermanos), responsabilizándose de ella al 100% y corriendo con todos los gastos que pudieran generarse (ni siquiera vivían juntos, por razones muy personales de cada uno de ellos, a excepción de cuando ella necesitaba cuidados especiales y él se la llevaba a su casa el tiempo que fuese necesario).
Hace una semana y media, cuando los médicos les comunicaron que ya sólo existía una pequeña esperanza de operar, si el nefrólogo así lo confirmaba, las posturas de ambos (J y la hija de A), comenzaron a ser diametralmente opuestas. Mientras J quería aferrarse a la esperanza de que la cirugía, nuevamente, pudiese obrar el milagro, la hija de A preguntaba a los médicos cuándo la trasladarían a paliativos y comenzarían a sedarla.
El lunes de la semana pasada el nefrólogo confirmaba que el riñón (sólo tenía uno y trabajándole al 10%), no aguantaría la delicada operación. Ya no había nada que hacer.
J se vino abajo totalmente, y su hija empezó a hacer planes con la herencia que su madre le iba a dejar (delante de una madre que ya conocía la noticia y estaba plenamente consciente todavía).
No pude evitar sentir un profundo asco por la hija, llegado a este punto y con estos detalles.
Tras la muerte de A el pasado domingo, J se ha encontrado con que ni siquiera le han incluido en la esquela como su pareja, y cuando le ha reclamado a la hija los regalos que le había hecho a su madre a lo largo de los años (con alto valor sentimental, pero escaso valor económico), se ha encontrado con el desdén y el insulto explícito, incluyendo la desagradable frase de “todo cuanto era de su madre era ahora suyo y él no tenía por qué ponerse más en contacto con ella”. He visto el cruce de mensajes que han mantenido por whatsapp, J me lo ha enseñado.
He asistido hoy al funeral y me he solidarizado con el dolor de la familia (J y los hermanos de A), pero ni siquiera me he acercado a la hija para darle la mano, no he creído que lo mereciese.
Tras la dura historia que acabo de plasmar, está la reflexión sobre no legalizar las relaciones de alguna manera para evitar este tipo de situaciones. J se ha quedado solo con su dolor, solo con sus recuerdos, y sin el menor derecho ni ha recibir las cenizas de A para depositarlas donde a ella le hubiese gustado, o incluso guardar unas pocas, un cierto tiempo, para poder llorarla ante algo tangible.
Una mierda, la verdad. Pensamos poco en lo que ocurrirá con las personas que queremos el día que nos vayamos porque creemos que vamos a ser eternos (esto lo digo en general). Y sopesamos muy poco las ventajas y los inconvenientes de legalizar las relaciones para proteger al otro miembro de la pareja cuando ya no estemos, dándole más importancia a que te quiten lo mínimo posible en caso de ruptura, o incluso pagar menos impuestos.
Por supuesto, dejo la última parte a debate (si a alguien le interesa debatir sobre ello), la historia de A y J es, ya, invariable.