Cuando Hitler llegó al poder en 1933, se encuentra un panorama desolador.
La inflación estaba descontrolada y el desempleo alcanzaba la astronómica cifra de los 6 millones de personas. En las masas obreras alemanas, reinaba un sentimiento anticapitalísta dirigido contra los consorcios industriales anónimos, tras cuyos negocios, ajenos al sufrimiento de la población, se ocultaban los grandes magnates financieros. En el programa de reivindicaciones presentado por los nacionalsocialistas para la gestación de una Gran Alemania y la liquidación del desempleo obrero, resultaba imprescindible el abandono del sistema capitalista y de su herramienta principal, el Patrón-Oro, sustituyéndolo por el Patrón-Trabajo.
Hitler afirmaba que el oro no creaba nada, sino que era la capacidad de trabajo de un pueblo, donde residía la riqueza del mismo. El valor del dinero depende de las mercancías que lo respalden, porque si el trabajo no aumenta y la producción se queda al mismo nivel, el aumento de la masa monetaria no permitirá comprar más cosas que antes con menos dinero. El dinero no representa nada más que un bono de intercambio por un trabajo realizado y no tiene valor, si no está respaldado por el artículo elaborado, por tanto, allí donde el dinero no represente un trabajo efectuado, aquel carece de valor alguno y causa inflación y pobreza. Dentro del sistema económico capitalista, es necesaria la previa obtención de dinero para la realización de una obra pública y si no hay dinero, no es posible la construcción de la citada obra. Sin embargo, el nacionalsocialismo, solamente requiere trabajadores y la emisión de unos pagarés o bonos intercambiables avalados por el Estado, pues la producción que llevarán a cabo los trabajadores, generará un valor cuantificable en dinero como, por ejemplo, una autopista, que generará una rentabilidad, que permitirá el abono de los pagarés emitidos con anterioridad.
Así, mediante obras públicas y subsidios para trabajos de construcción privada, se logró la absorción de los desempleados, se cuidó de que los trabajadores de determinada edad, especialmente aquellos que sostenían familias numerosas, tuvieran preferencia sobre los de menor edad y menores obligaciones familiares y se desplazó a los jóvenes desocupados hacia esferas de actividad de carácter más social que comercial (Servicio del Trabajo).
En el otoño de 1936, ya no existía duda alguna sobre el éxito del plan socioeconómico nacionalsocialista, la inflación y el desempleo habían dejado de ser un problema e incluso se necesitaban más obreros. Alemania carecía de oro y divisas, pero no eran necesarias, porque la riqueza no la generaba el dinero, sino el trabajo. En consecuencia, si era el dinero lo que faltaba para la realización de una obra pública, el Estado lo emitía (billetes o bonos MEFO) y si, los embaucadores de la alta finanza internacional, alegaban que tal hecho suponía un desajuste económico, bastaba con aumentar la producción y regular los salarios y los capitales en la misma proporción, para que no se produjera ningún “crack” económico, puesto que, cuando la masa monetaria que circula en un país está en proporción con sus necesidades comerciales y su producción (P.I.B), esas monedas conservan intacto su valor y estabilidad, aunque no tengan ni un gramo de oro como garantía. La importancia que la economía nacionalsocialista atribuía a la producción industrial de bienes y servicios, no sólo era como medida de lucha contra el desempleo, sino también como capital efectivo y aumento de riqueza y bienestar de la nación.
Hitler afirmaba que cada marco que se emitía en Alemania, suponía que el trabajo y la producción habían aumentado por el valor de un marco, pues de lo contrario, ese marco sería un simple pedazo de papel desprovisto de poder adquisitivo. Por esta razón, el nacionalsocialismo fue capaz, sin oro y sin divisas, de mantener el valor del marco alemán y, con ello, de asegurar el valor de los depósitos financieros, en una época en la que aquellos países capitalistas, que rebosaban de oro y divisas, habían tenido que devaluar su moneda, perdiendo poder adquisitivo y generando inflación. Con sus nuevas fórmulas económicas, su férrea voluntad y el talento de su pueblo, Hitler elevó a la nación alemana al rango de gran potencia internacional.
El presidente Roosevelt, que había ascendido al poder en Estados Unidos al mismo tiempo que Hitler y que contaba con recursos económicos infinitamente superiores con vastos campos agrícolas, fértiles tierras, abundantes materias primas, enormes reservas de oro y grandes polígonos industriales, no lograba encontrar el medio de dar trabajo a sus once millones de desempleados. Ni siquiera Gran Bretaña y Francia, pese a sus inmensos imperios coloniales, lograron librarse de las secuelas de la gran crisis y continuaron sometidas al sistema capitalista internacional del Patrón-Oro.
“Todos los que murieron en Dunkerque, murieron por el oro”. (Ezra Pound)