Aquellos, que intentaban conquistar un pueblo vecino, sabían, que las creencias religiosas y el culto a los dioses eran las bases que vertebraban la civilización que querían invadir. Para que pudiera llevarse a cabo la operación de invasión, esta requería que se cumplieran escrupulosamente tres etapas bien diferenciadas y escalonadas:
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la primera consistía en vencerlo militarmente;
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a continuación, para dominar y destruir al pueblo invadido, había que suprimir su cultura y tradiciones y,
- en una
tercera fase final, abolir su religión, siendo esta fase, la más difícil y complicada para el invasor, ya que supone
arrancar el alma a al pueblo vencido.
Soros, para dominar el mundo, no ha cambiado ni un ápice a esta ancestral estrategia de dominación de los pueblos invadidos y, para imponer el globalismo en las sociedades a las que logra clavar sus garras,
primero intenta destruirlas, suprimiendo a la nación como ente soberano y obligándola a que ceda su soberanía a unos entes supranacionales en los que previamente se ha asegurado el control;
después, destruye las estructuras de esa sociedad y sus tradiciones ancestrales (preferentemente la familia romana), implantando la ideología de género a la sociedad que pretende destruir, utilizando para ello peones asalariados que proclaman los derechos de las mujeres y de los colectivos LGTBI;
y por último, convence a las masas con esos peones esclavos de su estrategia, de que la ideología de género y los derechos LGTBI no son contrarios a las enseñanzas cristianas, para con ello y después, extirpar del alma de los pueblos europeos a la religión cristiana, la cual choca frontalmente contra sus intenciones de globalismo, y contra su lucha por el dominio mundial.
Para llevar a cabo todo ese proceso, Soros necesita peones, subordinados rastreros capaces de traicionar a su propio pueblo.
“… Soros se ha convertido en un maestro en el arte de desordenar el mundo bajo la apariencia de altruismo…”.